Adviento, Esperanza en el Rey

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El año litúrgico de la Iglesia Católica inicia con el tiempo de adviento, inmediatamente después de la festividad de Cristo Rey.

El tiempo de adviento nos ofrece un doble aspecto: Es tiempo de preparación a las solemnidades de la navidad, en la que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres y, a la vez, es tiempo en el que con este recuerdo, nuestras almas se elevan a la expectación de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos, acontecimiento que es Dogma de Fe y por el cual pedimos todos los días en la Santa Misa. Por eso, el adviento es tiempo de piadosa y alegre esperanza.

Prácticamente para todos la navidad trae aparejada una época de especial alegría, paz y dicha, aunque las más de las veces motivada no precisamente por una alegría cristiana de renovación espiritual, fundada en el nacimiento del Hijo del hombre que nos revive en la esperanza de la salvación eterna, sino sustentada en meros aspectos materiales. Así tenemos que la navidad es sinónimo de aguinaldo, vacaciones, comidas, “posadas”, pre-posadas, piñatas, banquetes, cañas de azúcar, regalos y desvelos día con día sin parar de tal manera que cuando nos damos cuenta, en un santiamén ya estamos en el inicio de labores con la llegada del siguiente año. Es decir, perdemos una buena oportunidad de acercarnos más a Dios.

Esta postura pagana ha florecido en los últimos años; la época de navidad se ha convertido lisa y llanamente en una fiesta de “pachanga” auspiciada por un intenso contenido comercial.

La natividad de nuestro Señor Jesucristo es muchísimo más que esto, mucho más que una simple fiesta; no se le puede ubicar fuera de un contexto histórico. No es solamente un acontecimiento casual de la raza humana, ni un momento aislado en la vida del Hombre Dios. La navidad está íntimamente vinculada con la pasión y muerte de Nuestro Señor. El viernes santo la Iglesia canta: “Oh dulce leño, dulces clavos los que sostuvieron tan dulce peso”, para recordarnos la crucifixión… y el árbol de navidad es símbolo de aquél cuyo fruto prohibió Dios a nuestros primeros padres y que generó el primer pecado del mundo, y de ese árbol salió la madera para la cruz de Jesús, que con su muerte liberó a los hombres del primer pecado y nos abrió definitivamente las puertas del cielo.

Así quedan misteriosamente concatenadas la caída del hombre, la natividad de Jesús y la muerte del Salvador.

Entonces pues, el tiempo de adviento debe significar para nosotros los católicos la preparación del alma para recibir a ese Dios que se ha hecho niño; una profunda conversión espiritual mediante el Sacramento de la Reconciliación sería el camino a seguir para vivir la navidad con el nacimiento pleno a una nueva vida.

Este es el sentido del adviento y la llegada de la navidad: conversión para tratar y conocer al hijo del hombre hecho niño. San Ambrosio nos lo dice con profunda claridad: “se ha hecho pequeño niño para que tú puedas llegar a ser hombre hecho y derecho; ha sido envuelto en pañales para que tú seas liberado de los lazos de la muerte. Está en el pesebre, para ponerte a ti sobre los altares; está en la tierra, para que tú llegues a las estrellas; no ha encontrado lugar en el mesón, para que tú puedas encontrar abundantes moradas en el cielo”.

Adviento es tiempo de esperanza, advientos es tiempo de preparar los caminos para la venida del Señor, adviento es tiempo de meditación en el misterio del perdón, adviento es tiempo de mayor trato con la Madre del Dios-Niño, a través de ella iremos conociendo mejor a su hijo, porque Ella será también la precursora de Cristo en Su Segunda Venida. Adviento es, finalmente, tiempo de conversión interior, de pureza del alma. ¿Puede existir acaso verdadera navidad en aquellos hogares donde el espíritu está muerto por el pecado?

Ojalá que esta navidad no se quede en lo puro externo, en el regocijo puramente humano, en el simple intercambio de regalos, en adornos múltiples o en abrazos y felicitaciones sin ton ni son; que sea más bien una alabanza de gratitud por continuar con nuestra vida y que nos posibilite renacer de nuevo espiritualmente en la Fe y la esperanza al contemplar el misterio de Belén.

Os anuncio una gran alegría” – dice el Ángel a los pastores – “Que os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor, en la Ciudad de David” (Lc. 2, 10-11). El niño envuelto en pañales y recostado en un pesebre es el Hijo de Dios, el Mesías que ha venido según estaba prometido.

Artículo escrito por el autor y publicado en el periódico El Heraldo de México el domingo 7 de diciembre de 1986.  

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