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Satanás

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Cristo: Primogénito de todas las Criaturas

Antes de iniciar nuestro estudio sobre el Diablo o Satanás, debemos orientar nuestra primera mirada a Dios, a Cristo, pues Él es el centro de la creación, el Primogénito de todas las criaturas; pues por Él y para Él fueron creadas todas las cosas. Por eso, en este libro comenzamos por Dios, pues Él es el Principio:

“En el principio existía la Palabra

y la Palabra estaba con Dios,

y la Palabra era Dios.

Ella estaba en el principio con Dios.

Todo se hizo por ella

y sin ella no se hizo nada de cuanto existe.

En ella estaba la vida

y la vida era la luz de los hombres,

y la luz brilla en las tinieblas,

y las tinieblas no la vencieron.

 

Hubo un hombre, enviado por Dios:

se llamaba Juan.

Este vino para un testimonio,

para dar testimonio de la Luz.

Para que todos creyeran por él.

No era él la Luz,

sino quien debía dar testimonio de la Luz.

 

La Palabra era la luz verdadera

que ilumina a todo hombre

que viene a este mundo.

En el mundo estaba,

y el mundo fue hecho por Ella,

y el mundo no la conoció.

 

Vino a su casa,

y los suyos no la recibieron

pero a todos los que la recibieron,

les dio poder de hacerse hijos de Dios,

a los que creen en su nombre;

la cual no nació de sangre,

ni de deseo de carne,

ni de deseo de hombre,

sino que nació de Dios.

 

Y la Palabra se hizo carne,

y puso su Morada entre nosotros,

y hemos contemplado Su Gloria,

Gloria que recibe del Padre como Hijo Único,

lleno de gracia y de verdad.

 

Juan da testimonio de Él y clama:

“Este era el que yo dije:

el que viene detrás de mí

se ha puesto delante de mí,

porque existía antes que yo.”

 

Pues de su plenitud hemos recibido todo,

y gracia por gracia.

porque la ley fue dada por medio de Moisés;

la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo.

A Dios nadie le ha visto jamás:

el Hijo único,

que está en el seno del Padre,

Él lo ha contado.”

(Evangelio según San Juan Capítulo 1, 1 – 18)

La Primacía de Cristo sobre Todo y sobre Todos (incluyendo a todos los seres invisibles)

“Él es imagen de Dios invisible,

Primogénito de toda la creación,

porque en Él fueron creadas todas las cosas,

en los cielos y en la tierra,

las visibles y las invisibles,

los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades:

todo fue creado por Él y para Él,

Él existe con anterioridad a todo,

y todo tiene en Él su consistencia.

Él es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia:

Él es el Principio,

el Primogénito de entre los muertos,

para que sea Él el primero en todo,

pues Dios tuvo a bien hacer residir en Él toda la Plenitud,

y reconciliar con Él y para Él todas las cosas,

pacificando, mediante la sangre de su cruz,

lo que hay en la tierra y en los cielos”.

(I Epístola de San Pablo a los Colosenses Capítulo 1, 15 – 20) [1]

Controversia sobre Satanás

Una vez establecido que en el principio existía la Palabra y la Palabra era Dios y que todo cuanto existe se hizo por ella; así como la primacía de Cristo sobre todos y sobre todo, en los cielos y en la tierra, y dejando por sentado que todas las cosas fueron creadas en Él, incluyendo las visibles y las invisibles; podemos entonces ya adentrarnos al estudio de esta criatura angélica, que hoy por hoy se ha convertido en el personaje más silencioso, a la vez que ignorado o ridiculizado en el mundo actual.

Pero, ¿realmente existe el Diablo? Y aquí hay que destacar por un lado el hecho de que se niega la realidad personal del espíritu del mal, pero por otro lado se presta, en diversos lados, credulidad a prácticas que están mediata o inmediatamente conectadas con él. Resulta paradójico que en una época tan manifiestamente volcada al materialismo, a la especulación racionalista y a las comprobaciones empíricas, se incline también de forma abrumadora hacia lo esotérico (oculto) en todas sus formas. Diariamente encontramos en los diversos medios de comunicación avisos vinculados con adivinos, y una variedad de personajes ligados a estas manifestaciones, muchas veces bajo ropajes pretendidamente científicos.

A este respecto escribe el Padre Alfredo Sáenz (El Anticristo y el Fin de la Historia según Joseph Pieper, en la revista Gladius No. 34) que “es preciso aceptar, ante todo, que existen poderes diabólicos, no en un sentido vago, periodístico. Sócrates se preguntaba si podía haber alguien que creyese en la existencia de cosas caballares pero no en los caballos, o de cosas demoníacas pero no en los demonios. Hoy habría que contestar que sí. Muchos hablan de hombres y cosas demoníacas, pero jamás aceptarían que haya demonios, ángeles caídos, que actúan verdaderamente en la historia de los hombres”, y añade: “hay que aceptar de antemano que existe el Demonio no sólo como ser puramente espiritual sino con poder histórico, y no un poder cualquiera sino un poder principesco, ya que no en vano Cristo lo llamó “príncipe de este mundo” (Jn 12, 31), y San Pablo lo calificó como el “dios de este mundo” (II Cor 4, 4).

Sin embargo, persiste hoy en día por parte de la inmensa mayoría de los hombres la obstinada negación de la existencia real del Demonio, del Diablo o Satanás. Por eso, el Demonio es un signo de contradicción. En tiempos pasados suscitaba el temor y ocasionaba pesadillas. Hoy, es un mito para el intelectual, para el hombre ilustrado, aún para el creyente. No obstante, el Diablo “retorna”. Los medios de comunicación se refieren insistentemente a él. Por eso nos preguntamos una vez más ¿existe realmente el Demonio, los demonios? La cultura predominante dice no, no existe. No es más que un producto de nuestra psicología. Más aún, los teólogos de moda, los llamados grandes teólogos de hoy, incluso algunos llamados exorcistas, se adhieren a esta opinión y afirman que no existe el demonio. Su existencia es ciertamente dudosa y las posesiones diabólicas no serían más que una escenificación histérica provocada por el exorcismo mismo. En la edición especial No 18 del prestigiado semanario mexicano, Proceso, (noviembre del 2005), se justifica la existencia del Diablo “como una acción desesperada de la Iglesia, como una estrategia pontificia ante el avance del Islam, las nuevas sectas y las múltiples creencias”. 

Pero el Hijo del Hombre, Jesucristo, por quien todo fue hecho, el que es la Verdad misma, el que resucitó de entre los muertos, el Primogénito de la creación, aquél que le dice a Juan “Yo soy el Alfa y el Omega”, dice que sí, que el Demonio existe. Jesús habla de él y lo expulsó muchas veces de las personas que estaban poseídas por él. Ya volveremos más adelante sobre este punto.

No por conocida omitiremos la brillante reflexión de Charles Pierre Baudelaire: “El mejor engaño del Diablo es hacernos creer que él no existe”; es decir, la máxima astucia del Demonio es su disimulo. Así pues, podemos asegurar que como mejor se le sirve es cuando se le ignora, pues así en la oscuridad y en el olvido puede esta inteligencia poderosísima hacer mejor su papel. Entonces la causa que mejor sirve a Satanás y donde él domina con mayor seguridad es allá donde los hombres se burlan de él. Satanás tiene miedo de ser conocido. Las épocas en las cuales él logra hacerse olvidar son aquellas en las que él mejor triunfa con una participación sumamente activa.

Toda una moderna corriente teológica, tanto católica como protestante, en un afán innovador llega al extremo de negar la existencia del Diablo. El mal sólo encontraría su origen en lo profundo del alma humana. No obstante se equivocan los teólogos modernos que identifican a Satanás con la idea abstracta del mal: esto es una auténtica herejía, o sea, que está en abierta contradicción con lo que dice la Sagrada Escritura, la Patrística y el Magisterio de la Iglesia. Algunos argumentos invocados para negar la existencia real del Demonio se fundan en que éste nunca fue objeto de una declaración dogmática por parte de la Iglesia. En virtud de que estas verdades nunca fueron impugnadas en el pasado, es por lo que carecen de estas definiciones dogmáticas, salvo la del IV Concilio de Letrán, del año 1215, en el que se reafirmó la doctrina que enseñaba la Iglesia, es decir: “El Diablo y demás demonios, por Dios ciertamente fueron creados buenos en cuanto a su naturaleza, mas ellos por sí mismos se hicieron malos” (DS 800)[2].

A este respecto cabría señalar que la Iglesia no ha necesitado definir todas las verdades que integran el contenido de nuestra fe. Por otra parte, para un creyente, la Sagrada Escritura, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento, es sin discusión la palabra revelada por Dios. Se le acepta o no se le acepta, pero no se le discute, ni se le pueden poner trabas ni limitaciones de ninguna especie, pues es así como comienzan todas las herejías. Para aquellos que insisten en que no hay una definición de la Iglesia respecto a la existencia de Satanás, recordemos que el Concilio Vaticano, reunido bajo Pío IX, en 1869 – 70, en el Concilio Ecuménico sobre la Fe y la Iglesia, estableció en su Sesión Tercera la Constitución Dogmática sobre la Fe Católica en cuyo Capítulo II, relativo a la revelación se dice textualmente: “Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos los libros de la Sagrada Escritura, íntegros en todas sus partes, tal como los enumeró el Santo Concilio de Trento, o negare que han sido divinamente inspirados, sea anatema” (Denzinger. El Magisterio de la Iglesia).

Por su parte, el Concilio Vaticano II ha recordado que “a través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el Poder de las Tinieblas que iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el último día”, mencionando 3 veces al Diablo y 2 a Satanás (Paulo VI Gaudium et Spes).

Pronunciamiento de Paulo VI

En junio de 1972 el Papa Paulo VI pronunció una homilía en la Basílica de San Pedro, en Roma, que levantó una tempestad de protestas, aún dentro del mismo sector de la Iglesia y del propio clero. En esa ocasión dijo el Sumo Pontífice que “por alguna grieta ha entrado el humo de Satanás en el Templo Santo de Dios… ha entrado la duda en nuestras conciencias que sólo deberían estar abiertas a la luz”. Se preguntó a continuación cómo había ocurrido esto y dijo el Papa: “Ha mediado la intervención de un poder adverso. Su nombre es Satanás; el misterioso ser que también se denuncia en la Epístola de San Pedro. Por otra parte, en el Evangelio, en labios mismos de Cristo, retorna muchas veces la mención de este enemigo de los hombres… Creemos que algo preternatural ha caído sobre el mundo para perturbarlo, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico e impedir que la Iglesia estalle en un himno de júbilo por haber recuperado plenamente la conciencia de sí misma. Precisamente por ello querríamos ser capaces, en este momento más que nunca, de ejercitar la función asignada por Dios a Pedro de confirmar en la fe a los cristianos. Nos, querríamos comunicaros este carisma de la certeza que el Señor da a quien lo representa, aunque indignamente, en la tierra”.

Aquí hay que destacar que el Papa está hablando Ex Cátedra, es decir, como Pastor Supremo de la Iglesia.

En noviembre de ese mismo año, Paulo VI quiso ser aún más explícito, afirmando que “una de las más imperiosas necesidades de la Iglesia es la de defenderse de aquel mal que llamamos Demonio. El mal no es sólo una deficiencia, sino también una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. No se trata de un demonio solo. Uno es el principal, Satanás, y con él muchos otros. Todas, criaturas de Dios, pero caídas por rebeldes y condenadas. Todo un mundo misterioso, envuelto en un drama infelicísimo. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa”.

Para que sus palabras no ofrecieran dudas de interpretación, el Papa precisó lo siguiente:

Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehúsa reconocerlo (al Demonio) como existente; e igualmente se aparta quien lo considere un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios, como toda criatura; o bien quien lo explica como una pseudo realidad, como una personificación conceptual o fantástica de las causas conocidas de nuestras desgracias. Con astucia calificable de proeza continúa atacando; es el enemigo oculto que siembra los errores y las desgracias en la sociedad humana. El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de las concupiscencias, de la lógica utópica, de las confusas relaciones sociales, para introducir en nosotros las desviaciones.”

Con esta extraordinaria disertación, asertiva y muy actual, el Papa previno que en la demonología, mucho más claramente que en el psicoanálisis, la psiquiatría y otras modernidades, se haya la clave de la feroz presencia del mal en nuestros días. E insistió en la pluralidad espantosa de esos espíritus, pues no hay un solo demonio: hay miles de millones. Para que quede claro, si hoy en día pudiéramos ver con nuestros ojos de la carne a los demonios invisibles que moran en los aires, simple y sencillamente no veríamos el sol. Así de atestado está el mundo de hoy por la presencia e influencia diabólica, tal y como lo veremos a lo largo de este libro.

Como era natural, las palabras del Papa Paulo VI desencadenaron enardecidas protestas. A tal punto llegó la conmoción que en 1975 la Congregación para la Doctrina de la Fe – que antes se denominaba el Santo Oficio – la primera de las congregaciones de la Curia Romana, encargada de profundizar y velar por la integridad de la fe, es decir, depositaria auténtica e indiscutida de la ortodoxia católica, expidió un documento en el sentido de que las afirmaciones sobre el Demonio eran asertos inobjetables de la conciencia cristiana. La existencia de Satanás y los demonios, especificó, nunca ha sido objeto de una declaración dogmática, por que precisamente parecía superflua, ya que tal creencia resultaba obvia para la fe constante y universal de la Iglesia, basada sobre su principal fuente, la enseñanza de Cristo, y sobre la liturgia, expresión concreta de la fe vívida, que ha insistido siempre en la existencia de los demonios y la amenaza que éstos constituyen.

Poco tiempo después, en el brevísimo pontificado de Juan Pablo I, él, en su obra Ilustrísimos Señores (página 227) aludió a las manifestaciones de su predecesor recordando enérgicas reacciones y protestas. Algunos desde lo alto de los periódicos y revistas, incluidos teólogos, sentenciaron que esas expresiones no eran forma de hablar de un Papa, pues resucitaba mitos medievales e interrumpía el progreso de una teología que estaba ya confinando al Diablo a un mínimo reducto impuesto por la cultura. El Papa consideró más positiva, si cabe hablar así, la reacción de algunos teólogos de “manga ancha”, quienes al ser interpelados respondieron a regañadientes que un católico no puede negar la existencia del Demonio, ya que abiertamente habla de él la Sagrada Escritura.

El entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, en la entrevista concedida al italiano Vittorio Messori (visible en la página 153 Ed. BAC Popular) fue explícito al declarar que “digan lo que digan algunos teólogos superficiales, el Diablo, para la fe cristiana, es una presencia misteriosa pero real, no meramente simbólica sino personal. Y es una realidad poderosa, una maléfica libertad sobrehumana opuesta a la de Dios; así nos lo muestra una lectura realista de la historia, en su abismo de atrocidades continuamente renovadas y que no pueden explicarse meramente con el comportamiento humano”. Y en forma terminante añadió: “la cultura atea del occidente moderno vive gracias a la liberación del terror de los demonios que trajo el Cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo se apagara, a pesar de toda su sabiduría y de toda su tecnología, el mundo volvería a caer en el terror y en la desesperación. Y ya pueden verse signos de ese retorno de las fuerzas oscuras, al tiempo que rebrotan en el mundo secularizados los cultos satánicos”.

Por su parte Juan Pablo II reiteró en diversas ocasiones estos conceptos. En ocasión de la Audiencia General de agosto de 1986, el Papa advirtió que “el Demonio provoca numerosos daños de naturaleza espiritual, e indirectamente, de naturaleza incluso física en los individuos y en la sociedad. Y si bien Cristo es el verdadero vencedor del Demonio, éste, no obstante, continúa detentando su poder sobre el mundo, en la medida en que los hombres rechazan los frutos de la Redención. Tiene dominio sobre aquellos que de una u otra forma, se entregan voluntariamente a él, prefiriendo el reino de las tinieblas al reino de la gracia”.

Hemos pues señalado brevemente algunos textos sobre la materia, emanados de los últimos Pontífices, por considerarlos actuales, contemporáneos, pero sin que ello signifique ignorar la existencia de otros muchos producidos a lo largo de 2000 años de historia. No obstante, como ya se ha mencionado, es una realidad que para muchos el Demonio hoy no existe, se burlan de él y es algo meramente simbólico. Aunque la verdad de los hechos es que toda realidad es también un símbolo.

El conocimiento humano es siempre simbólico, y más el conocimiento de lo invisible. Así, la existencia del Demonio es símbolo y realidad, ya que en todo caso la realidad del Demonio no puede expresarse sino en términos simbólicos, tratándose de una realidad invisible, singular y misteriosa. Por eso la pregunta no es si es símbolo o realidad, sino que son ambos, pues no es una alternativa, sino una correlación. Volveremos sobre este punto.

Los Demonios en la Historia de las Religiones

Con el hecho histórico de la creencia universal en Dios y la existencia de la religión en todos los pueblos, va íntimamente entrelazada la fe en que existe una categoría de seres intermedios entre dioses y los hombres, y que una clase de ellos son buenos y benéficos; a la par que otros son enemigos del hombre, hacen mal a los mortales y son generalmente contrarios a los dioses.

Una hojeada a la historia de las religiones nos permitirá ubicar este hecho universal en el que se identifica la presencia de estos seres maléficos, espíritus negativos y contrarios al hombre. No existe pues ninguna creencia religiosa a lo largo de todo el devenir humano, sea monoteísta, politeísta, animista, en que no surja al lado de los dioses bienhechores, o contrapuesto a ellos, según el caso, la presencia de un “dios”, o un espíritu maligno o un demonio que se empeña en practicar el mal.

Ya en el antiguo mazdeísmo de los persas, la religión de Zoroastro, vemos surgir el dualismo, es decir, la existencia de dos principios independientes hostiles y opuestos, el espíritu del bien y el espíritu del mal. Los espíritus buenos son llamados Ameshas o Spentas; los espíritus malos reciben el nombre de Daevas y Drug. Esta palabra significa lo mismo que mentira, engaño, y guarda extraña analogía con el epíteto de “mentiroso y padre de la mentira” con que designó Cristo al Demonio.

En cuanto a los asirios y babilonios, se han encontrado innumerables fórmulas mágicas y exorcistas en los descubrimientos arqueológicos. Así ubicamos a los demonios que reciben el nombre de Utukku, y también los nombres de Ravisu, Labartu, Ekimmu. Su acción perversa la ejercían principalmente por medio de la posesión diabólica, y especialmente provocando enfermedades.

La región iraní tiene en el relato de la primera pareja un paralelismo notable con el Génesis. En aquél los habitantes originarios del Paraíso son engañados por Ahrimán que se les presenta bajo la apariencia de serpiente, “pretendiendo haberlos creado” y requiriendo su adoración.

Los fenicios comenzaron con creencias animistas de las que derivaron diversas deidades. Surgen al principio bienhechores que luego se inclinan hacia el mal. Así nace el terrible Baal-Moloch a quien se erigió en Cartago una enorme estatua de bronce, hueca. En su interior se encendía fuego y allí eran arrojados vivos los niños primogénitos, para aplacar con este rito feroz la furia del dios. Con el correr del tiempo se transformará y la influencia de estos cultos degenerará en Baal-Mosca de los filisteos, o sea Baal-Zebú, muy emparentado con Belcebú o Señor de las Moscas, demonio bíblico y cristiano.

Las creencias de los indos son también complicadas y de ahí emana Varuna, quien como dios de la noche y principio del terror es el más poderoso, responsable de la tristeza de la vida terrenal. También en la India encontramos huellas de la fe primitiva en la existencia de los espíritus buenos y de los demonios, o espíritus malos, sobre todo en el Atharvaveda, manual de hechicería, que ha sido reconocido en la ortodoxia del vedismo y brahmanismo prebúdicos.

En la mitología japonesa, anterior al budismo y al confusionismo, refleja la compleja saga de Izanami e Izanagi, cuyos encuentros y desencuentros conyugales culminarán con el nacimiento de dioses malignos.

También podemos rastrear los demonios en las primitivas creencias chinas que se oponen a Dagon, el dios bienhechor. La iconografía, las porcelanas y las máscaras teatrales de la antigua China nos presentan las imágenes de demonios de aspecto aterrador, encargados de aplicar los atroces tormentos en la vida ultraterrena, bastante coincidentes con lo que describe Dante Alighieri en la Divina Comedia.

Luego llegamos a Grecia, el pueblo más culto del paganismo. De su lengua es nativa la palabra demonio, que en Homero es generalmente sinónimo de theos, dios. Hesíodo nos ofrece una hermosa prueba de la doctrina que sobre los ángeles en general existía ya entre los griegos, mucho antes de Jesucristo. En efecto, Hesíodo ve en los demonios seres sobrehumanos, personajes de la edad de oro, hechos mediadores entre los hombres y los dioses. Pero los más terribles de estos demonios, y en consecuencia los más invocados, son los que sirven de intermediarios a las divinidades infernales, Hades, Demeter, Core, Proserpina. Había también demonios terrestres y subterráneos: Hypnos, Thanatos, Até, Ananke, Phobos, entre otros.

En la antigua religión de los celtas, además de los dioses malévolos, de las tinieblas y del horror, aparecen otros espíritus malévolos de clase inferior; y todos estos inmortales libran entre sí grandes batallas, los malos contra los buenos, que recuerdan las visiones apocalípticas.

Los árabes pueblo nómada y guerrero de origen semítico evolucionaron hasta la aparición de Mahoma, desde un confuso politeísmo a la creencia de un dios único al que llamaban Alá. Durante la noche oían en el desierto a ciertos genios a quienes temían, los Djins. Estos son súbditos de Iblis y Shaitán, respectivamente el Diablo y Satanás.

Con el temor de recaer en el primitivo politeísmo o en prácticas animistas, los hebreos conciben un dios solitario que no requiere el concurso de una deidad femenina ni necesita apelar a materia ya existente para engendrar. El universo y cuanto crea lo saca de la nada, antecediéndolo desde toda eternidad. Existe por sí mismo y cuando Moisés le pregunta por su nombre, responde desde la zarza ardiente: “Yo Soy el que Soy” (Ex 3, 3).

No obstante, más de una vez el pueblo de Israel recayó en la idolatría como cuando se adoró al becerro de oro en el desierto, mientras Moisés recibía las Tablas de la Ley en el Sinaí. También Jeroboam instituyó su culto en Betel y Dan (I Reyes 12, 26-33), que los profetas combaten con insistencia. El culto a Baal fue favorecido por varios reyes de Israel. El mismo Salomón con toda su grandeza y no obstante su probada sabiduría rindió culto a Astarté, la diosa de los sidonios, y a Moloch, deidad de los amonitas.

Por lo demás, había en el mundo antiguo toda una multitud de espíritus y de genios más o menos benéficos o maléficos. Y en el Antiguo Testamento encontramos multiplicidad de ellos. Por ejemplo:

Asmodeo “el peor de los demonios”, homicida de los 7 primeros maridos de Sara (Tb 3, 8-17).

Los Sedim, de origen babilónico, destinatarios de los sacrificios de niños (Dt 32, 17; Sal 106, 37).

Los Se’irim, los demonios-macho cabríos que frecuentan las ruinas de Babilonia y de Edom (Lv 17, 7; II Rey 23, 8; II Cro 11, 15; Is 13, 21 y 34, 14). Algunas Biblias las traducen como sátiros.

Lilit que es el demonio hembra de la noche (Is 34, 14).

Azazel, a quien se le echa (al desierto) el chivo emisario (Lv 16, 8 y 10, 26)

La Biblia los menciona ocasionalmente mediante alusión. Igualmente todos los animales míticos que han inspirado o influenciado la imaginería diabólica. Y así surge toda suerte de espíritus maléficos:

Los Keteb: el demonio peligroso (Sal 91, 5)

Los espíritus malos (I Re 22, 22; II Cró 18, 21)

Los espíritus de discordia (Jc 9, 23)

Los espíritus de expulsión (Jer 51, 1)

Los ángeles crueles (Pr 17, 11)

Los ángeles de muerte (Pr 16, 14)

Los ángeles de infortunio (Sal 78, 43)

El ángel de las destrucciones (Ex 12, 23).


[1] Pablo expone en forma de díptico la Primacía de Cristo: primero en el orden de la Creación natural (v 15 – 17); y segundo en el orden de la Recreación sobrenatural, que es la Redención (v18 – 20). Se trata del Cristo pre-existente pero considerado siempre, en la persona histórica y única del Hijo de Dios hecho hombre. Este ser concreto, encarnado, es la “Imagen de Dios” en cuanto refleja en una naturaleza humana y visible la imagen del Dios invisible (cf Rm 8, 29), el cual puede ser denominado criatura, pero como Primogénito en el orden de la creación, con una primacía de excelencia y de causalidad, más que de tiempo. (Nota de la Biblia de Jerusalén)

[2] Las siglas DS se refieren a la obra Enchiridion Symbolorum Definitionum et Declarationum de Rebus Fidei et Morum  editada por H. Denzinger y A. Shönmetzer. Traducción española.: Enchiridion Symbolorum. El Magisterio de la Iglesia. Herder. Barcelona. 1976.

 

 ANÁLISIS BÍBLICO

 

Estadísticas de los diversos nombres

 

Los demonios ocupan un puesto importante en el Nuevo Testamento (188 menciones)

62 veces como Demonio.

33 como Diablo.

36 veces como Satanás y 7 veces como Belcebú, designando estos dos últimos nombres al “Jefe de los demonios”.

13 veces como Dragón.

37 veces como Bestia.

Estas dos últimas expresiones aparecen solamente en el Apocalipsis.

La palabra hebrea Satanás significa “adversario”, su traducción al griego  es la palabra “diabolos”, de la raíz dia-ballo, dividir. Significaría

 

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