El ciclo litúrgico de la Iglesia termina con la festividad de Cristo Rey, que a los días de hoy parece ser sólo una ilusión.
La realidad de las cosas es que hoy por hoy Cristo no reina en el mundo, ni en la tierra ni en la Iglesia que fundó. Simplemente decir que de los más de 6,500 millones de habitantes que pueblan la Tierra, escasamente 1,000 millones son nominalmente católicos, y probablemente unos 300 millones más se proclaman cristianos pero sin formar parte de la Iglesia Católica; el resto habrá que repartirlo entre musulmanes, judíos, libres pensadores y una fila de religiosidades, las más de corte oriental, como los hinduistas, budistas, ateos, etc.
Entonces, ¿dónde está la reyecía de Cristo? Ciertamente Cristo reina desde los cielos por ser el Hijo unigénito del Padre Eterno. Asimismo Jesucristo reina desde el Sacramento de la Eucaristía sobre las almas que gozan de la amistad con Dios en la vida de la Gracia. También Cristo reina y es Rey por título de Conquista, pues con su sangre redentora y con su doctrina ganó a las almas de la esclavitud del infierno y del pecado y por ser el hombre más excelente que ha existido y existirá sobre la faz de la tierra. Su Carácter de Rey deviene de la unión de ese Dios que hecho Hombre asumió la naturaleza humana: una persona y dos naturalezas, la Divina y la Humana. Por eso Él tiene toda Potestad en los cielos y en la tierra. Y el hombre rinde plena adoración y soberanía de aquél quien desde la cruz amó hasta el extremo de dar su última gota de agua y sangre.
Pero no obstante ello, hasta ahora no ha quedado clara su incontrastable reyecía en la Tierra, ya que incluso los mismos católicos que lo asumen en teoría como su Rey, simplemente lo vilipendian, lo ignoran, lo tiran de loco, lo niegan y no siguen sus mandamientos; en una palabra, lo volvemos a crucificar.
Entonces cómo entender esta fiesta de Cristo Rey a la luz de los hechos actuales, donde queda demostrado patentemente que los que mandan en este mundo son los poderes del dinero, de la droga, de la satisfacción, del ocultismo, de la masonería, de la corrupción, y todos ellos abiertamente gritan: “no queremos que este reine sobre nosotros” (Lc. 19,14). Y han decidido arrojar lejos de sus vidas el yugo del Señor. El Salmo II lo recuerda:
“¿Por qué se han amotinado las naciones, y los pueblos meditaron cosas vanas? Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo”. “Rompamos, dijeron, sus ataduras, y sacudamos lejos de nosotros su yugo”.
Pero a pesar de la adversidad actual, la realidad es que quien crea en la Palabra de Jesucristo (pues Él es la Verdad) no debe tener duda alguna de que Sus Profecías se cumplirán hasta la última tilde, aún cuando el cielo y la tierra hayan pasado. Y Él categóricamente le dijo al procurador romano, Pilato: “Yo soy Rey, para esto nací y para esto he venido al mundo… más ahora mi reino no es de aquí” (cfr. Juan 18). Y aquí está la clave de todo, su Reino ahora no es de aquí, pero lo será en un futuro cercano, pues como dice Pablo inspirado por el Espíritu Santo: “Él debe reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies” (I Corintios 15, 24). Y también: “Dios ha querido ahora darnos a conocer el misterio de Su voluntad... Lo que Él se propuso en un principio para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo, lo de los cielos y lo de la tierra, quede restaurado en Cristo, bajo su jerarquía soberana.” (1,9 -10). Y en su momento el ángel Gabriel se lo confirmó a María: “Darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús y el Señor Dios le dará el trono de David su padre y reinará eternamente en la casa de Jacob” (Lucas 1, 31-32). Y el Apocalipsis lo confirma pues ahí se canta el día que Cristo reinará, cumpliéndose la segunda petición del Padre Nuestro: “Venga a nosotros tu reino”.
Pero este reino de Cristo en la Tierra (distinto de los dos mil años de existencia de la Iglesia, y que como se ha dicho, donde de alguna forma Cristo reina en y desde la Eucaristía sobre las almas que viven en gracia) sólo alcanzará su Plenitud - conforme está profetizado - hasta que hayan ocurrido ciertos sucesos en el mundo y en la Iglesia que serán de sufrimiento, dolor y gran tribulación para todos, y como condición necesaria para que Cristo pueda tomar posesión de su reino, pues es claro que mientras el mundo no lo reconozca y lo acepte como Rey, y mientras la Iglesia no haga lo propio, no se realizará plenamente el reino de Cristo, reino de gracia, belleza, armonía, santidad, justicia y paz, tal y como se cantó en el prefacio de la fiesta de Cristo Rey.
Dicho en otras palabras, Cristo no sólo es Rey sino que primero es Juez, y antes de asumir el trono de su reino que le corresponde por su Nacimiento, por su Mérito y por su Conquista, primero va a herir con su espada de dos filos a las naciones que se empeñaron en rebelarse en Su contra. Como dice también el Salmo II, “los regirás con vara de hierro y como vaso de alfarero los romperás”, pues la caña que le pusieron sus enemigos por burla en sus manos, y en momentos en que el mundo cree que puede burlarse de Él, se convertirá ahora en un barrote de hierro.
Así que nadie desespere que el Señor Jesús, Dios y Hombre Verdadero, absolutamente reinará en este mundo, antes de que este mundo termine, pues Él es el Fiel, el Verdadero, el Rey de reyes, el Verbo de Dios, que si bien es un rey de paz, de amor, de verdad, de mansedumbre y de dulzura para los que le quieren también es un rey verdadero para todos, aunque no le quieran, pues el hombre siendo un ser dependiente, si no depende de quien debe (de Cristo) acabará por depender de quien no debe; de igual forma, si no quiere tener por dueño a Cristo, tendrá por dueño al mismo Satanás.
Vendrá entonces un reino sobrenatural y de gracia sobreabundante como debió de haberse realizado en la tierra si el hombre no hubiera conocido la pena por el pecado original.
Así que apresuremos con nuestras oraciones el advenimiento de Aquél “que es, que era y que ha de venir”, pero preparémonos primero a la gran y terrible purificación y renovación que toda la Tierra, el mundo y la Iglesia tendrán que padecer para que entonces seamos dignos de exclamar: “Bendito el que viene en el nombre del Señor”.
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