Dentro del Plan de Dios para estos tiempos, México tiene una misión trascendental como punta de lanza para el establecimiento en Plenitud del Reino de Cristo en la Tierra. Históricamente, México ha sido tierra de extraordinarias bendiciones de parte del Cielo. Una de las más importantes, pero no la única, la Aparición de Nuestra Señora de Guadalupe en el año de 1531. Y no sólo por la manifestación mariana en sí, que es una grandísima e inigualable caricia de parte de Dios para el pueblo de México, sino por la forma que asume esta mariofanía al contemplar a la Virgen de Guadalupe como la Virgen encinta, vestida del Sol, y que inmediatamente nos refiere a la Mujer del Capítulo XII del Apocalipsis que "gime dolores de parto" y que está a punto de "dar a luz a un varón que con cetro de hierro regirá a las naciones".
En el mismo orden de ideas, el Papa Pío XI proclamó en la encíclica Quas primas del 11 de diciembre de 1925 la fiesta litúrgica de Cristo Rey, consolidando la doctrina social cristiana y manifestando la voluntad divina de alentar la Civilización del Amor y así facilitar la acción del Cielo para proclamar el reino social de Cristo, reconociendo públicamente su derecho a reinar en la sociedad de los hombres, con ellos y por ellos.
Pocos días después de la encíclica, el grito de ¡Viva Cristo Rey! se oye en el mundo, lanzado por primera vez por las gargantas del pueblo católico mexicano. Y así fue como miles de mexicanos campesinos, aún sin apoyo de la Iglesia, y con la sola fe sencilla de su catolicismo tradicional, ofrendaron su sangre para defender su religión y su fe en la promesa: ¡Reinaré!
Extraordinarios testimonios podemos leer en la obra del Padre Lauro López Beltrán intitulada La Persecución Religiosa en México, impresa por la editorial Tradición.
NIÑO DE DOCE AÑOS MARTIRIZADO EN GUADALAJARA.
FUE TORTURADO Y MUERTO EL 29 DE ENERO DE 1927 SOLO POR REPARTIR VOLANTES DE PROPAGANDA DEL BOYCOT
La noticia nos la da el Padre Nicolás Marín Noguerela y aparece en las páginas 65 y 66 del libro intitutlado El Clamor de la Sangre, escrito por el Sr. Lic. D. Andrés Barquín y Ruiz, quien, para recoger las semblanzas de los mártires mexicanos de la Epopeya Cristera, hizo larga investigación de 20 años. Publicó el supradicho libro en Guadalajara en 1947.
El Padre Joaquín Cardoso, S.J., en su libro El Martirologio Católico de Nuestros Días – Los Mártires Mexicanos, publicado en 1953, recabó datos muy precisos que por carta le suministró un sacerdote misionero del Corazón de María, que andaba entonces por aquellos rumbos. Le dedica cuatro páginas en su mencionado libro y repite algunos rasgos. Y emocionado abunda en detalles en torno a tanta crueldad y barbarie. Por lo tanto, sólo extractamos algunos de sus datos complementarios. Dice así y cito textualmente:
“Por las polvorientas callejuelas de un suburbio de Guadalajara un humilde chicuelo de pueblo, de camisita y pantalón muy usados, caminaba presuroso, con sus pies descalzos, rumbo a la escuela, como lo indicaba una especie de zurrón, que llevaba colgado al hombro, en el que se podía adivinar un manojo de libros y cuadernos
… De vez en cuando, al toparse con algún transeúnte, que iba también presuroso a su trabajo, el chico se detenía, y le ofrecía una hoja suelta, un periodiquito de combate, llamado Desde mi Sótano, … muy difundido … arma elegida entonces por la “Liga Nacional Defensora de la Libertad Religiosa”, para obligar a los gobernantes a cesar en su insensata persecución religiosa … boycot que puso en un brete a los perseguidores hasta el punto de que el diputado Gonzalo Santos, declarara en la misma Cámara de los Legisladores, que aquello “que llamamos ridículo boycot es algo muy serio”.
“Pero quiso Dios – continúa su información el Padre Cardoso – que uno de aquellos transeúntes con quienes el niño se encontró, y al que tendió valientemente la hojita de propaganda, fuera uno de esos esbirros de la tiranía, especie de espías disimulados, malos mexicanos, que por unos cuantos centavos, vendían al perseguidor sus conciencias … Ver de qué se trataba y agarrar por el brazo al muchacho, abrir su zurrón y encontrar en él, en vez de libros, un paquete de las dichas hojas, todo fue uno.
“¿Quién te dio esto?” le preguntó.
Pero el niño por toda respuesta, se le quedó mirando, desafiante y sereno.
“¿No me lo dices?” insistió. “Pues ya verás como lo dices en la Comisaría. Vamos”.
Y sin soltarlo del bracito, lo llevó a la oficina de la Cámara de Policía. El chico iba pálido, pero sereno.
“¿Qué me traes ahí?” preguntó el Comisario al esbirro que traía al niño.
“A este chamaco, que anda repartiendo en las calles estas porquerías y no quiere decir quién se las ha dado”; respondió, echando sobre la mesa el paquete de propaganda.
“Pero a mí sí me lo vas a decir, ¿verdad? Yo soy el Comisario”.
El chico cruzó sus bracitos a la espalda, miró impertérrito al policía y selló sus labios.
“Si no me lo dices te voy a zurrar un poco. ¡Ya verás!”
“Si se hubiera convertido el muchacho en una estatua de piedra, no hubiera guardado mayor firmeza en su actitud y mayor silencio.”
“¿Eh? … ¿No me lo dices? Pues ya verás”.
Y levantándose cogió su fuete, que tenía sobre una de las sillas cercanas, y dio con él un tremendo latigazo al inocente, quien tan sólo lanzó un gemido de dolor. Ante tal actitud, el Comisario redobló dos o tres veces sus golpes, y como no venciera al chico, entre él y el esbirro, le arrancaron su pobre camisa y pantaloncitos y en carne viva redoblaron los golpes hasta amoratarle las espaldas.
“¡No sea malo, señor! ¡No me pegue! ¡No sea malo, no me pegue así!” dijo llorando.
“Pues dime quién te dio esa propaganda y no te pegaré más”.
“El niño apretó sus labios y aun cesó de lamentarse, para que no se le fuera a salir una palabra comprometedora. Admirado, pero no arrepentido, el Comisario, por la entereza del chico, dejó de azotarlo, le ordenó que se vistiera, y le dijo al esbirro: “Enciérralo en esa pieza vecina. Ya vendrá su madre a buscarlo y veremos entonces si habla o no habla”.
En efecto, la madre del niño, que desde temprano era presa de un presentimiento doloroso e inexplicable, llegado el medio día y no viendo volver a su hijo, como siempre lo hacía, satisfecho y alegre de haber ayudado en la medida de sus posibles a la buena causa, salió a buscarle. No faltó un vecino a quien le preguntó, que luego le dijera que había visto al chico que un hombre lo llevaba del brazo a la Comisaría.
“La madre preparó un alimento y corrió a la Comisaría. El Comisario le informó que lo tenían arrestado por andar repartiendo ‘papeles subversivos de la maldita Liga’.
“Tenemos necesidad de saber quién le dio a repartir esa propaganda. Y no quiere decirlo”.
La madre, por salvar al niño, respondió que ella le había dado esa propaganda. Pero no le creyó el Comisario. El esbirro sacó del encierro al niño. El Comisario dijo a la madre que le preguntara a su hijo quién le daba la propaganda, “o voy a hacer ante usted un escarmiento, del que habrán de acordarse siempre”.
La madre miró al niño y el niño miró a la madre, fortaleciéndose con esa mutua mirada de firmeza. Ambos callaron. Entonces volvieron a desnudar al chico.
“La madre se echó a llorar amargamente al ver las amoratadas espaldas del niño. Y más aún, cuando vio al bárbaro policía levantar el látigo para reanudar los golpes. Ciega, valiente, como leona herida, lanzóse para interponerse entre el látigo del salvaje policía y su hijito.
Pero el otro esbirro estaba preparado, y agarró fuertemente a la mujer, que forcejeaba inútilmente por desprenderse de aquel bárbaro …
“Nada más digan quiénes son los que les dieron los papeles” –gritó el Comisario–, golpeando con furor al pobrecito.
“¡No le pegue!” gritó la mujer. “¡Pégueme a mí, si es hombre, y no a un niño!”
“¡Pues que diga!”, vociferó el Comisario.
“Y entonces algo increíble sucedió. Algo que debió resonar en el cielo, como resonaron, en otro tiempo, las voces de la madre de los Macabeos, alentando a sus hijos al martirio:
“¡No digas, hijo, no digas!” clamó la madre entre un torrente de lágrimas.
“El Comisario, furioso por haber sido vencido por una mujer y un niño, soltó el látigo, y cogiendo al niño por los bracitos, se los retorció con furia, hasta que se los quebró … El niño cayó desmayado. Entonces el dicho Comisario – como asustado – le dijo a la madre: “¡Vieja infame … llévese a su hijo … tal por cual!”
“La madre se lanzó inmediatamente a levantar el cuerpo del chiquillo, y abrazándolo con trabajo lo cargó sobre sus hombros y salió como loca de la Comisaría, para ir a curarlo en su pobre vivienda.
Lo Cubrió con su rebozo, pues estaba desnudo y sangriento … Y corría, corría … repitiendo como un estribillo sublime … “¡No digas, hijo, no digas!”
“En un momento dado, el cuerpecillo del mártir se estremeció sensiblemente, y la madre dolorida, poniendo en su acento toda la ternura de su corazón, le repitió angustiada: “¡No digas, hijo, no digas!”
“Cuando llegó a su casa depositó en la pobre camita el cuerpo llagado de su hijo … ¡Estaba muerto!
El martirio no es un capítulo de la historia pasada de la Iglesia. No, frecuentemente se olvida que vivimos en la era de los mártires: por defender la vida, la familia, el orden establecido por el Padre Eterno, los fundamentos de la cultura occidental, y por causa de la fe, de la caridad y de la esperanza, en el denominado “siglo soviético”, en la Europa de Hitler, en la Europa del este, en el comunismo asiático de China y Corea, en el mundo árabe-islámico, en el África independiente y, claro, en la España de los inicios del siglo XX y en México.
Recordar a los mártires no es una ocasión para lanzar una queja genérica, ni para enarbolar la bandera del victimismo o revancha. Reivindicar a los mártires implica poner de manifiesto los límites de los poderes en la historia y la fuerza de la fe. Supone volver a una de las fuentes de autenticidad de un cristianismo que sigue a quien murió en la cruz. El martirio, al fin y al cabo, representa la fuerza de Dios en la debilidad del hombre.
Está profetizado que en el futuro inmediato la sangre por Cristo – comenzando por el Papa y terminando con el último de los fieles – se derramará como nunca. Solo así se podrá purificar la humanidad y renovar a la Iglesia desde sus cimientos.
¡Bienvenida la sangre derramada por Cristo si nos da la Corona más grande en el reino del Padre!
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