¿Cuál ha de ser la respuesta cristiana ante el dolor? Juan Pablo II, quien sufrió personalmente las consecuencias de la guerra y la violencia, nos dejó algunas claves para descubrir a Dios en medio de la desgracia, aun la más desoladora.
SI DIOS ES AMOR. ENTONCES, ¿POR QUÉ HAY TANTO MAL?
PREGUNTA
(...) no podemos ignorar que en todos los siglos, a la hora de la prueba, también los cristianos se han hecho una pregunta que atormenta. ¿Cómo se puede seguir confiando en Dios, que se supone Padre misericordioso, en un Dios que –como revela el Nuevo Testamento y como Usted repite con pasión– es el Amor mismo, a la vista del sufrimiento, de la injusticia, de la enfermedad, de la muerte, que parecen dominar la gran historia del mundo y la pequeña historia cotidiana de cada uno de nosotros?
RESPUESTA
Stat crux dum volvitur orbis («la cruz permanecerá mientras el mundo gire»). Como he dicho antes, nos encontramos en el centro mismo de la historia de la salvación. Usted no podía naturalmente dejar de lado lo que es fuente de tan frecuentes dudas, no solamente ante la bondad de Dios, sino ante Su misma existencia. ¿Cómo ha podido Dios permitir tantas guerras, los campos de concentración, el holocausto?
¿El Dios que permite todo esto es todavía de verdad Amor, como proclama san Juan en su Primera Carta? Más aún, ¿es acaso justo con Su creación? ¿No carga en exceso la espalda de cada uno de los hombres? ¿No deja al hombre solo con este peso, condenándolo a una vida sin esperanza? Tantos enfermos incurables en los hospitales, tantos niños disminuidos, tantas vidas humanas a quienes les es totalmente negada la felicidad humana corriente sobre la tierra, la felicidad que proviene del amor, del matrimonio, de la familia. "El escándalo de la Cruz sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento". (...) Dios ha creado al hombre racional y libre y, por eso mismo, se ha sometido a su juicio. La historia de la salvación es también la historia del juicio constante del hombre sobre Dios. No se trata sólo de interrogantes, de dudas, sino de un verdadero juicio. En parte, el veterotestamentario Libro de Job es el paradigma de este juicio. A eso se añade la intervención del espíritu maligno que, con perspicacia aún mayor, está dispuesto a juzgar no sólo al hombre, sino también la acción de Dios en la historia del hombre. Esto queda confirmado en el mismo Libro de Job.
Scandalum Crucis, el escándalo de la Cruz. En una de las preguntas precedentes planteó usted de modo preciso el problema: ¿Era necesario para la salvación del hombre que Dios entregase a Su Hijo a la muerte en la Cruz?
En el contexto de estas reflexiones es necesario preguntarse: ¿Podía ser de otro modo? ¿Podía Dios, digamos, justificarse ante la historia del hombre, tan llena de sufrimientos, de otro modo que no fuera poniendo en el centro de esa historia la misma Cruz de Cristo? Evidentemente, una respuesta podría ser que Dios no tiene necesidad de justificarse ante el hombre: es suficiente con que sea todopoderoso; desde esa perspectiva, todo lo que hace o permite debe ser aceptado. Ésta es la postura del bíblico Job. Pero Dios, que además de ser Omnipotencia, es Sabiduría y –repitámoslo una vez más– Amor, desea, por así decirlo, justificarse ante la historia del hombre. No es el Absoluto que está fuera del mundo, y al que por tanto le es indiferente el sufrimiento humano. Es el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, un Dios que comparte la suerte del hombre y participa de su destino.
(...) Dios no es solamente alguien que está fuera del mundo, feliz de ser en Sí mismo el más sabio y omnipotente. Su sabiduría y omnipotencia se ponen, por libre elección, al servicio de la criatura. Si en la historia humana está presente el sufrimiento, se entiende entonces por qué Su omnipotencia se manifestó con la omnipotencia de la humillación mediante la Cruz. El escándalo de la Cruz sigue siendo la clave para la interpretación del gran misterio del sufrimiento, que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre.
En eso concuerdan incluso los críticos contemporáneos del cristianismo. Incluso ésos ven que Cristo crucificado es una prueba de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre. Dios se pone de parte del hombre. Lo hace de manera radical: «Se humilló a sí mismo asumiendo la condición de siervo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (cfr. Filipenses 2,7-8). Todo está contenido en esto: todos los sufrimientos individuales y los sufrimientos colectivos, los causados por la fuerza de la naturaleza y los provocados por la libre voluntad humana, las guerras y los gulag y los holocaustos, el holocausto hebreo, pero también, por ejemplo, el holocausto de los esclavos negros de África.
¿IMPOTENCIA DIVINA?
PREGUNTA
Sin embargo, es muy conocida la objeción que muchos plantean: de este modo la pregunta sobre el dolor y el mal del mundo no se afronta de verdad, sino que sólo se pospone. De hecho, la fe afirma que Dios es omnipotente, ¿por qué, entonces, no ha eliminado y sigue sin eliminar el sufrimiento del mundo que Él ha creado? ¿No estaremos aquí ante una especie de «impotencia divina», como dicen incluso personas de sincera aunque atormentada religiosidad?
RESPUESTA
Sí, en cierto sentido se puede decir que frente a la libertad humana Dios ha querido hacerse «impotente». Y puede decirse asimismo que Dios está pagando por este gran don que ha concedido a un ser creado por Él «a Su imagen y semejanza» (cfr. Juan 1,26). Él permanece coherente ante un don semejante; y por eso se presenta ante el juicio del hombre, ante un tribunal usurpador que Le hace preguntas provocativas: «¿Es verdad que eres rey» (cfr. Juan 18,38), ¿es verdad que todo lo que sucede en el mundo, en la historia de Israel, en la historia de todas las naciones, depende de ti?
Sabemos cuál es la respuesta que Cristo dio a esa pregunta ante el tribunal de Pilato: «Para esto nací y para esto vine al mundo: para dar testimonio de la verdad» (Juan 18,37). Pero, entonces, «¿qué es la verdad?» (Juan 18,38). Y aquí acaba el proceso judicial, aquel dramático proceso en el que el hombre acusó a Dios ante el tribunal de la propia historia. Proceso en el que la sentencia no fue emitida conforme a verdad. Pilato dice: «Yo no encuentro en él ninguna culpa» (Juan 18,38 y 19,6), y un momento después ordena: «¡Prendedlo vosotros y crucificadlo!» (Juan 19,6). De este modo se lava las manos del asunto y hace recaer la responsabilidad sobre la violenta muchedumbre.
Así pues, la condena de Dios por parte del hombre no se basa en la verdad, sino en la prepotencia, en una engañosa conjura. ¿No es exactamente ésta la verdad de la historia del hombre, la verdad de nuestro siglo? En nuestros días, semejante condena ha sido repetida en numerosos tribunales en el ámbito de regímenes de opresión totalitaria. Pero ¿no se repite igualmente en los parlamentos democráticos cuando, por ejemplo, mediante una ley emitida regularmente, se condena a muerte al hombre aún no nacido?
Dios está siempre de parte de los que sufren. Su omnipotencia se manifiesta precisamente en el hecho de haber aceptado libremente el sufrimiento. Hubiera podido no hacerlo. Hubiera podido demostrar la propia omnipotencia incluso en el momento de la Crucifixión; de hecho, así se lo proponían: «Baja de la cruz y te creeremos» (cfr. Marcos 15,32). Pero no recogió ese desafío. El hecho de que haya permanecido sobre la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir como todos los que sufren: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Marcos 15,34), este hecho, ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. Si no hubiera existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar. "Dios está siempre de parte de los que sufren. Su omnipotencia se manifiesta en el hecho de haber aceptado libremente el sufrimiento. Hubiera podido no hacerlo."
¡Sí!, Dios es Amor, y precisamente por eso entregó a Su Hijo, para darlo a conocer hasta el fin como amor. Cristo es el que «amó hasta el fin» (Juan 13,1). «Hasta el fin» quiere decir hasta el último respiro. «Hasta el fin» quiere decir aceptando todas las consecuencias del pecado del hombre, tomándolo sobre sí como propio. Como había afirmado el profeta Isaías: «Cargó con nuestros sufrimientos, [...] Todos estábamos perdidos como ovejas, cada uno iba por su camino, y el Señor hizo recaer sobre Él la iniquidad de todos nosotros» (cfr. 53, 4 y 6).
El Varón de dolores es la revelación de aquel Amor que «lo soporta todo» (1 Corintios 13,7), de aquel Amor que es «el más grande» (cfr. Romanos 5,5). En definitiva, ante el Crucificado, cobra en nosotros preeminencia el hombre que se hace partícipe de la Redención frente al hombre que pretende ser encarnizado juez de las sentencias divinas, en la propia vida y en la de la humanidad.
Así pues, nos encontramos en el centro mismo de la historia de la salvación. El juicio sobre Dios se convierte en juicio sobre el hombre. La dimensión divina y la dimensión humana de este acontecimiento se encuentran, se entrecruzan y se superponen. No es posible no detenerse aquí. Desde el monte de las Bienaventuranzas el camino de la Buena Nueva lleva al Gólgota, y pasa a través del monte Tabor, es decir, del monte de la Transfiguración: la dificultad del Gólgota, su desafío, es tan grande que Dios mismo quiso advertir a los apóstoles de todo lo que debía suceder entre el Viernes Santo y el Domingo de Pascua.
La elocuencia definitiva del Viernes Santo es la siguiente: Hombre, tú que juzgas a Dios, que le ordenas que se justifique ante tu tribunal, piensa en ti mismo, mira si no eres tú el responsable de la muerte de este Condenado, si el juicio contra Dios no es en realidad un juicio contra ti mismo. Reflexiona y juzga si este juicio y su resultado –la Cruz y luego la Resurrección– no son para ti el único camino de salvación.
Cuando el arcángel Gabriel anunció a la Virgen de Nazaret el nacimiento del Hijo, revelándole que Su Reino no tendría fin (cfr. Lucas 1,33), era ciertamente difícil prever que aquellas palabras preludiaban tal futuro: que el Reino de Dios en el mundo se tendría que realizar a un precio tan alto, que desde aquel momento la historia de la salvación de toda la humanidad tendría que seguir un camino semejante.
¿Sólo desde aquel momento? ¿O también desde el inicio? El evento del Gólgota es un hecho histórico; sin embargo, no está limitado ni en el tiempo ni en el espacio, alcanza el pasado hasta el principio y se abre al futuro hasta el término mismo de la historia. Comprende en sí mismo lugares y tiempos, comprende a todos los hombres. Cristo es lo que se espera y es, al mismo tiempo, el cumplimiento. «No hay otro Nombre dado a los hombres bajo el cielo por el que esté establecido que podamos salvarnos» (Hechos de los Apóstoles 4,12).
El cristianismo es una religión de salvación, es decir, soteriológica, para usar el término que usa la teología. La soteriología cristiana se centra en el ámbito del Misterio pascual. Para poder esperar ser salvado por Dios, el hombre tiene que detenerse bajo la Cruz de Cristo. Luego, el domingo después del Sábado Santo, tiene que estar ante el sepulcro vacío y escuchar, como las mujeres de Jerusalén: «No está aquí. Ha resucitado» (Mateo 28,6). Entre la Cruz y la Resurrección está contenida la certeza de que Dios salva al hombre, que Él lo salva por medio de Cristo, por medio de Su Cruz y de Su Resurrección.
Fuente: "Cruzando el umbral de la esperanza", Juan Pablo II,
Plaza & Janés Editores, México, 1994, pp. 77 a 84